Desde el inicio del movimiento feminista, las lesbianas hemos formado parte de los colectivos que se constituyeron por toda nuestra geografía. Al mismo tiempo, hemos sido militantes desde el primer momento de los grupos antes llamados de liberación homosexual, ya sea compartiendo espacios mixtos de lucha, como estableciendo alianzas.
En aquel entonces, los años 70, las lesbianas feministas pusieron sobre la mesa lo que a sus ojos (y a los nuestros) era (y sigue siendo) un problema serio tanto en el feminismo como en el hoy día llamado activismo Queer: la invisibilización de las lesbianas. En aquel entonces, las lesbianas feministas, lesbianas radicales, a través de diferentes estrategias, intentaron poner en la agenda política feminista y marica sus reivindicaciones y propuestas, denunciando, en muchos casos, la lesbofobia de las feministas heterosexuales y la misoginia de los gays.
Cuarenta años después algunas lesbianas pensamos que el panorama no ha cambiado demasiado: seguimos siendo invisibles y creemos que hay un olvido premeditado de nuestras existencias, genealogías, prácticas, debates y cuestionamientos.
Como lesbianas nos hemos fugado de la heteronorma y hemos roto con las expectativas que el sistema heteropatriarcal tiene sobre nuestras vidas, nuestros cuerpos y nuestros deseos. Tenemos que pagar un precio muy alto por no complacer ni satisfacer la mirada o el deseo masculino.
La misma invisibilización y violencia que sufrimos en el sistema de salud, la multitud de veces en las que tenemos salidas forzosas del armario cada vez que vamos a la ginecóloga, por ejemplo. En donde parece que, si no eres hetera y/o madre, los cuidados no son necesarios. Los constantes formularios en referencia a nuestro supuesto compañero. Y lo más preocupante, la falta de prevención en ETS porque se asume que nosotras no nos contagiamos.
Y ya no hablamos de las lesbianas en los pueblos, esos lugares en donde las amigas de tu madre dicen “que yo sepa aquí en el pueblo nadie, nadie es eso”. Resulta que no hay lesbianas en los pueblos, resulta que no hay lesbianas en los barrios periféricos.
Violencia también es el rechazo a la pluma bollera, a la marimacho, a la butch. Nuestros cuerpos marimachos no necesitan de la mirada heterosexista que pretende uniformar y controlar a las mujeres para el beneficio masculino.
El temor a ser despedidas de nuestros puestos de trabajo, por lo que nos autocensuramos y nos sentimos obligadas a permanecer en armarios que nos asfixian. La heterosexualidad obligatoria es también violencia.
Las violencias que viven nuestras compañeras transfemeninas bolleras, quienes no solo son invisibilizadas como lesbianas sino también deben sufrir las violencias machistas de un mundo tránsfobo; compañeras que incluso en algunos espacios de bolleras y feministas se enfrentan a la transmisoginia.
No queremos olvidar, precisamente hoy, a las compañeras bolleras de otros países, en los que se realizan violaciones correctivas, se las tortura o se las quema vivas por el hecho de ser lesbianas.
El tema de las lesbianas, la cuestión bollo, el asunto tortillero, sigue estando presente tanto en los activismos como en la academia, tanto en las calles –cuando salimos con nuestras compañeras feministas a luchar por el aborto libre, porque nadie mejor que nosotras entiende que “mi cuerpo es mío”– como en los libros –a veces ininteligibles, que hablan de lo queer y el género fluido–, y seguir invisibilizándonos es violencia.
Esto es un llamado, hoy 25N, a pensar por un momento todas juntas, lesbianas y heterosexuales, qué sucede para que sigamos siendo invisibilizadas, por qué parece que los asuntos bolleros no son tan importantes ni trascendentales para el feminismo ni para la militancia LGTBIQ. Por qué para el mundo no existimos. Este manifiesto pretende ser un grito, un recordatorio de que o somos todas libres, todas igual de valiosas y de visibles o no lo será ninguna.
En lucha por la eliminación de las violencias machistas: bloque bollero.
“Si me matan, sacaré los brazos de la tumba para pelear más fuerte”
Minerva Mirabal